domingo, 8 de abril de 2018

Destino



*Nota: en este relato hay un 90% que es un retazo de mi propia vida y un 10% de un deseo, un sueño que, probablemente, jamás se haga realidad.


Fue una Navidad de hacía ya 15 años o más, no estoy muy segura. Todavía conseguía estar atenta a la televisión durante un período más largo de 20 minutos. Como cada año por aquella época transmitían una gala benéfica, esta vez recaudaban fondos a favor de una ONG de la que nunca había oído hablar, la Fundación Vicente Ferrer. Tan solo tenías que contactar con ellos a través de un número de teléfono o una dirección web y podías apadrinar a un pequeño en una de las regiones más deprimidas de la India. En realidad, el apadrinamiento era ficticio, el objetivo era, a partir de tu donación, colaborar en las diferentes iniciativas que la Fundación llevaba a cabo. Mejoras de servicios, sanidad, educación.
La zona, eminentemente rural, estaba expuesta a una climatología bastante dura por lo que, la mayoría de las familias, al perder sus cosechas por culpa del monzón o cualquier otro tipo de catástrofe natural, quedaban en la extrema pobreza.
La otra vertiente de la ayuda de esta ONG era proporcionar a estas familias otras fuentes de ingresos a partir de la creación de pequeños negocios.
Me convencieron completamente y, después de tantos años me siguen convenciendo. Así que, me puse en contacto con ellos y apadriné a Ragavendra.
Cuando recibí su foto, ese pequeño de 5 años, moreno, guapo, con unos increíbles ojos negros que lloraba, probablemente porque no quería ser fotografiado, me robo el corazón.
Todos sabemos que en la India existen las castas. Ragavendra era sordomudo. Si no hubiera sido por la Fundación habría tenido una vida muy difícil.
Mi deseo siempre fue enviarle una carta con mi foto. Explicarle quien era, donde vivía, que hacía en mi día a día. Pero yo estaba inmersa en un infierno por aquel tiempo y, con el paso de los años empeoró hasta el infinito. Cuando vives atrapado en la desesperación eres incapaz de ver más allá de tu sufrimiento o del de la persona que quieres. Por tanto, nunca llegué a hacerlo.
Pero recibir sus cartas, escritas primero por el responsable de la zona pero siempre acompañadas por un dibujo suyo. Saber que era un gran estudiante que sacaba unas notas fantásticas. Que me explicara las celebraciones a las que había asistido y la situación en la que se encontraba su familia era para mi abrir las ventanas y recibir el aire fresco en la cara y en el alma.
La primera misiva que me llegó escrita en Indi de su puño y letra, con una despedida que decía " Te quiero" me hizo llorar y hoy en día aún lo hace. A veces, cuando me siento sola y desamparada, la saco y me quedo mirando ese "Te quiero" un rato. Me hace sentirme mejor.
La última foto suya, que guardo con las otras dos para ver como a crecido, me mostraba ya a un muchachito alto y delgado, con los mismos hermosos ojos negros.
Los últimos tres años le he dado vueltas al proyecto de ir a conocerle por fin. Pero no he conseguido reunir aún el valor suficiente.
A mis 54 años, la vida dura que me ha exigido forzar mi cuerpo más allá del límite razonable, ha empezado a pasarme factura. No se sí las fuerzas me darían para un viaje como ese.
Pero sueño con abrazarlo, ver como es en persona. Que él me conozca por si ha pensado alguna vez en mi, por si ha tenido curiosidad.
Me gustaría poder regalar a la Fundación un poco de mi tiempo allí echando una mano en lo que fuera.
Pero eso es un deseo secreto. Una llamita que reluce en lo más profundo de mi alma y que la calienta con la ilusión de que pudiera hacerse realidad.
Quizá algún día. Probablemente nunca.

Gracias Vicente Ferrer.
Gracias Ana Ferrer.
Gracias Moncho Ferrer.
Gracias, Fundación Vicente Ferrer.
Pero, sobre todo, gracias Ragavendra.





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