jueves, 11 de mayo de 2017

Los hombres de las mil caras

Escribí un post esta mañana. Lo iba a colgar pero he cambiado de opinión.
Sabéis, creo que las personas estamos hechas de muchas capas, como las cebollas (perdón por lo prosaico de la comparación). Tenemos mil caras. Algunas nos son familiares porque pertenecen al disfraz que vestimos de forma cotidiana. Pero esas pertenecen a la capa de la superficie. Conforme vamos quitando pieles y nos vamos adentrando en lo oculto, se vuelve cada vez más oscuro. Acabamos conociéndonos de manera superficial, igual que a los demás, porque, al final, nos asustamos cuando rascamos la envoltura de nuestro yo más profundo. Así que nos lo ocultamos a nosotros mismos y, con más motivo, al prójimo.
Las situaciones a las que nos enfrentamos a lo largo de nuestra vida nos revelan, cada vez, aspectos de nuestra personalidad que desconocíamos. Podemos conjeturar e incluso asegurar que haríamos ante un hecho puntual que, probablemente, no sea difícil que se nos dé en nuestra cotidianidad. Ahora, afirmar rotundamente cual sería nuestra reacción ante hechos brutales que vemos cada día en los informativos y que les pasan a otros es como asegurar que sabemos el número que saldrá en la lotería de mañana.
Ahora intentaré hablaros de mi porque sería presuntuoso generalizar. Os mostraré una parte de mi superficie. No toda porque si no perderíais interés por mi y eso, una mujer, no lo hace nunca.
Lo profundo, bueno, eso es desconocido para mi. Cuando me acerco es tal la sensación de tristeza y desamparo que salgo corriendo. Probablemente nunca seré capaz de zambullirme completamente en la negrura porque me asusta demasiado no salir indemne.
Os habréis fijado que me encanta escribir. Cuando lo hago es exactamente igual que cuando hablo.
No tengo capacidad para aparentar lo que no soy ni para mentir. Incluso a veces creo que doy demasiadas explicaciones que, a menudo, no me dejan en buen lugar.
Voy por el mundo demostrando una seguridad que no tengo el 90% de las veces.
Soy tímida pero, a la vez, completamente visceral. Cuando algo me enfada soy iriente y mordaz. Y cuando me pasa algo grave vuelvo siempre a ser la niña desvalida, abandonada, que tenía que afrontar situaciones que sobrepasaban su capacidad infantil pero que no le quedaba más remedio que enfrentar.
Me dejo ganar por el desánimo, la depresión, el pesimismo. Me acurruco, apago la luz y pienso en el hombro de mi madre, aquel paraíso donde los problemas no existían, donde todo era seguridad.
Pero como la vida obliga, todo eso lo vuelvo a encerrar en el pozo negro y profundo. Emerjo a mi superficie, hago lo que tengo que hacer y sigo adelante en ese lugar, arriba del todo.
Por eso no publicaré el post de esta mañana, porque estaba escrito desde un lugar que debe quedarse solo para mi.

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